domingo, 2 de junio de 2024

Mi vida en la UVA de Hortaleza: una entrevista de Juan Jiménez Mancha

Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza. Creo que el recorrido que ambos hacemos por una parte poco conocida de mi vida (y de la vida en aquellos barrios de absorción del franquismo) tiene, por fuerza que aparecer en este blog. 

Uno de los antiguos vecinos de la UVA de Hortaleza que ha gozado de trayectoria profesional más brillante es Manuel Rico Rego (Madrid, 1952), prestigioso periodista, poeta, novelista y crítico literario. Manolo, como se le conoce en la cercanía, fue una de las personas que estrenaron este barrio, junto a su familia, en 1963.



PREGUNTA: Cuentas en uno de tus blogs que naciste en el barrio de La Alegría, que no tiene nada que ver, aclaras con humor, con el de la canción de Sabina, ¿cómo era y dónde estaba este barrio?

RESPUESTA: El barrio de La Alegría estaba enfrente de la calle Virgen del Val del barrio de La Concepción, junto al de San Pascual, y su límite sur se situaba casi enfrente de la plaza de toros de Las Ventas, en lo que hoy es la M-30. Pertenecía al distrito de Ciudad Lineal. Allí nací y me crie hasta los once años. Mi calle se llamaba Canal de Mozambique. Era un barrio de casitas bajas, anteriores a la guerra civil, con chabolas. Ninguna vivienda poseía agua corriente ni servicio de alcantarillado. Disponían de pozo negro en los patios. Vivíamos en régimen de alquiler.

También relatas, en este caso en el poema “La mudanza”, cómo fue vuestro traslado familiar cuando tenías once años desde La Alegría a la UVA dHortaleza.

Cuando nos dijeron que nos iban a llevar a una casa con agua corriente y con un aseo con baño, para nosotros fue una especie de mito. Recuerdo de manera clara aquella vez que salimos de nuestro barrio en un camión de algún conocido de mi padre, porque los de mudanzas, con sus mozos, supongo que estaban reservados a familias con más dinero. Mi hermana, de 8 años, y yo, íbamos en la caja junto a los muebles y al resto de objetos de nuestro hogar como si viviéramos una aventura.

Nos marchábamos a un barrio de cuyo nombre dije en uno de los versos que nos avergonzaríamos porque así ocurría en la escuela. Yo estudié en el colegio Santa Fe, en el casco histórico de Hortaleza, y cuando decías que eras de la UVA era como un baldón. Te daba vergüenza decirlo. Y ya cuando fui al Ramón y Cajal, que era un colegio más señorito en Arturo Soria, la vergüenza era todavía mayor, porque a él iban chicos de Pinar del Rey, del barrio del Parque de Santa María o de Villa Rosa, donde acababan de construir edificios nuevos.


¿Hasta cuándo viviste en la UVA y dónde residiste luego?

En la UVA de Hortaleza viví mi adolescencia y mi primera juventud. Viví en la UVA hasta que me casé en 1976 y me fui con mi mujer al Parque de Santa María, a un piso de alquiler en una de las torres altas de la calle Santa Virgilia. De allí nos mudamos a la calle Chiquinquirá, frente al cementerio de Hortaleza, cerca del centro comercial de Colombia del barrio de San Lorenzo, hasta que en 1996 nos trasladamos a nuestro actual domicilio en la Alameda de Osuna, en Barajas.

¿Cuál era vuestro domicilio en la UVA?

Mi bloque era el 50 y la vivienda era la 1184. Estaba justo encima del bar del centro sindical, que pertenecía a los sindicatos verticales. Estos centros se montaron en los barrios en teoría para alfabetizar, pero yo creo que en el fondo era para vigilar. Cerca de mi casa se encontraba la farmacia de don Adolfo.

¿Cómo era vuestra casa?

Tenía unos cincuenta metros cuadrados. Disponía de tres habitaciones. Su salón supuso una gran decepción, porque estaba unido a la cocina. No estaban dadas de llana las paredes, eran de yeso negro. El ladrillo del suelo era el azulejo que cubría las paredes del aseo y de la zona de la cocina. Las vigas estaban visibles. Mi padre, que era carpintero, fue poco a poco arreglando la casa. Dividió el comedor con un tabique de madera que hacía las veces de mueble.

Fuimos comprando cosas, como el frigorífico, del que carecíamos en La Alegría. Vivimos durante unos seis meses en Vallecas, en la zona de Palomeras, cerca de donde mi padre tenía su taller de carpintería, porque decidimos cambiar el suelo y poner azulejos. Lo mejor era contar con aseo y bañera. El calentador de agua lo teníamos que poner nosotros, al igual que la calefacción. Compramos una estufa Super Ser, pero pasábamos mucho frío.

Háblanos de tu familia.

Mi padre se llamaba también Manuel y era carpintero, o ebanista, como se consideraba él. Tuvo un taller junto a un socio, primero en Tetuán y más tarde en Vallecas. Se levantaba a las seis de la mañana para ir desde de UVA a la Plaza de Castilla en autobús para coger allí el metro y atravesar Madrid de punta a punta. Mi madre se llamaba Águeda Lucía y había trabajado en la posguerra como platera en Plata Meneses. Dejó de hacerlo cuando se casó, como tantas mujeres en la época, obligadas a dedicarse a los quehaceres del hogar.

Mi hermana Maribel se independizó muy pronto, en plena época hippy, primero se instaló en una casa en el casco histórico junto al ambulatorio próximo a los Paúles y luego se fue a vivir a Burgos. Mi hermano Juan Carlos, que nació cuando yo tenía 14 años, fue también carpintero. Se quedó solo con mis padres, llegándose a sentir bastante desamparado. Yo no me daba cuenta de su realidad. Cuando cayó enfermo, tuvimos algunas conversaciones en las que, en el fondo, nos confesamos. Por desgracia, falleció joven, en 2017.

¿Por qué has dicho en uno de tus blogs que eras el “chico raro” de la UVA?

Éramos pocos los chicos raros. Yo creo que éramos los que nos gustaban la literatura, la poesía, los que teníamos inquietudes culturales. La mayoría de jóvenes de aquella época se buscaban la vida como podían; querían encontrar trabajo para gastarse el dinero, o para emanciparse.

Muy pocos de la UVA llegamos a la universidad. Recuerdo a los hermanos Izquierdo, o a los hermanos Camacho, que eran hijos de dos de los maestros del colegio del barrio, y a algún amigo con el que luego coincidí en el colegio Ramón y Cajal. Yo fui a la universidad porque trabajaba en el banco al tiempo que por las tardes estudiaba COU en nocturno en el instituto Conde de Orgaz, en Canillas tras un estrepitoso fracaso en el Preu de ciencias en al Cardenal Cisneros. Era raro también porque mis padres habían decidido que estudiara.  En aquellos años o entrabas a la universidad, o directamente trabajabas o, en algunos casos, te orientaban a las universidades laborales.

¿Cómo te introduces en el mundo de la escritura?

Empecé a escribir poemas y cuentos muy pronto. Mi padre se sentía muy orgulloso de mí. Presumía ante sus amigos de que tenía un hijo que escribía. Llegó a decir a un cliente suyo del Parque de las Avenidas, que tenía contactos con el mundo literario, que a ver si podía ayudarme. Me regaló una Olivetti Pluma 22, mi primera máquina portátil. Yo empecé imitando a Antonio Machado, a Juan Ramón… Escribía a mano los poemas, malísimos por cierto, y luego pasaba los textos a máquina.

Sí, era un chaval raro. Empecé también a construir mi biblioteca, poquito a poco. A mí siempre me han llamado la atención los numerosos colegas escritores que heredaron bibliotecas prominentes de padres y abuelos, pero, claro, esto tiene que ver con el origen de clases: en mi casa no había libros. Más adelante, mi padre me fue comprando algunos libros que trataban sobre la guerra civil y que empezaron a publicarse entonces, porque pensaba que me vendrían bien. Recuerdo especialmente Los cipreses creen en Dios, de Gironella, tan alejado de la literatura que yo quería hacer.

¿Cómo conociste a tu mujer?

Nos conocimos en un club juvenil que habíamos organizado en la cátedra de la UVA, entonces Cátedra José Antonio, cuando estaba Adela de la Cuadra, hermana del periodista de El País Bonifacio de la Cuadra, de jefa de estudios, en 1972 o 1973, en plena dictadura. Su casa estaba frente a la fachada trasera del edificio. Creamos un cineclub donde proyectábamos películas como Bienvenido Mr. Marshall o El verdugo. También editábamos una revista en ciclostil.

Coincidimos, entre otros, con miembros de las juventudes comunistas y de juventudes obreras de acción católica. Nos acabaron expulsando del centro y suspendiendo nuestras actividades por rojos. De ahí pasamos a la parroquia. Nos acogió Félix, un cura que nos entendió bien. Incluso acogió reuniones, en su propia casa en la UVA, de la célula del PCE que habíamos creado en el sector de la banca, porque no siempre podíamos vernos en nuestras casas, a veces vigiladas.

Yo trabajaba en el Banco Popular desde los 17 años. Nuestra célula contribuyó a organizar lo que se llamó Grupo de Trabajadores del Banco Popular, precedente de las Comisiones Obreras. Mi mujer militaba en el barrio, se reunía en la célula del PCE en Hortaleza, el núcleo del PCE en el distrito en los primeros setenta. Antes hubo una historia enterrada, oculta, de comunistas en Hortaleza, como la de los Aragoneses, me refiero a Jonás Aragoneses y a su hijo Felipe, cuya carpintería fue en ocasiones nuestro lugar de reunión.

¿Cuáles fueron tus siguientes pasos en el PCE?

Pasé después a un aparato de propaganda donde se editaba ilegalmente Mundo Obrero. Dejé de estar visible en la banca y en el barrio. Aquello era en la absoluta clandestinidad. Me tuve que cambiar de nombre: yo era Ricardo. Recogía clichés que venían de Francia y los llevaba a un piso situado en la calle Galera de la Alameda de Osuna, donde vivía una pareja de bancarios a la que no conocía de nada.

Con posterioridad, recogía los ejemplares de Mundo Obrero y se los pasaba a una persona, un buzón intermediario, que a su vez los repartía para que llegasen al comité de ramas, al que pertenecían las secciones de banca, seguros, artes gráficas, hostelería… Si el buzón caía detenido, era imposible saber el nombre o la identidad de la persona que le entregaba los ejemplares. Esto lo cuento en el poema “Encuentro en la M-30”. Yo quedaba con este hombre, que era un obrero muy consciente y serio de la construcción, en un quiosco junto a una M-30, casi al final de Alfonso XIII, que estaba todavía en obras. Paraba el coche y le soltaba la morterada. Los ejemplares del periódico los habíamos embuchado en mi casa mi mujer y yo. La persona que quería dar un paso adelante en la clandestinidad era inevitable que entrase en relaciones con el PCE, porque no existía otra.

Te iba a preguntar precisamente si militaste en la clandestinidad, pero ya veo que te implicaste de verdad.

Eres consciente mucho después. Pero sí, nos la jugábamos. Ten en cuenta que Franco murió fusilando a gente en 1975. Recuerdo a una compañera de partido y de nuestra asociación de vecinos a la que detuvieron, ya en 1976, junto a la cúpula de las juventudes comunistas en Madrid. La tuvieron colgada esposada estando embarazada, y abortó. Di su nombre a la protagonista de mi novela Los filos de la noche en una suerte de homenaje a su figura.

Josefina Represa, a la que dimos en la biblioteca Huerta de la Salud el premio a la Lectora Ejemplar de Hortaleza, estuvo, creo, también con vosotros. Contaba que a los maridos de las mujeres que asistían a su taller de telares en la cátedra les fastidiaba muchísimo lo que ella solía decir en clase: que tenían que vivir sus propias vidas, que no tenían por qué depender de sus maridos, que ambos tenían los mismos derechos como personas.

Josefina, que vivía, como nosotros, en el Parque de Santa María, formaba parte de aquel mundo. Era militante del PCE, pero no su marido, y pertenecía a la generación de mis padres, había vivido la guerra y la más dura posguerra. Estaba muy implicada en reivindicar el papel de las mujeres, en la lucha por la igualdad. Existía entonces el Movimiento Democrático de Mujeres, que ofrecía charlas y encuentros en Hortaleza. Josefina combinaba su labor de enseñanza de la artesanía con dar doctrina feminista por la igualdad de la mujer.

En lo personal, Josefina Represa ha sido una figura muy importante para mi mujer y para mí. Fue el refugio. En el Parque de Santa María, fuimos vecinos y nos ayudó mucho. Nos pasábamos muchas tardes de invierno en su casa, porque tenía calefacción central, hablando de cine, de viajes, de su memoria infantil y de la de su generación; también discutiendo de política. Hicimos bastantes viajes juntos. Venía a las presentaciones de mis libros. Era como mi madrina sentimental.

Con la perspectiva del tiempo, ¿cómo valoras el surgimiento, o invento, de las UVA (unidades vecinales de absorción)?

Yo creo que fue una forma del Régimen de intentar lavar la cara y, sobre todo, de acabar con una situación que era dramática desde el punto de vista internacional. Las UVA se forman en los años sesenta, después de la visita de Eisenhower a España, coincidiendo con un esfuerzo por modernizar la economía, entre comillas, a través de los planes de estabilización.

Yo pienso que el proyecto de las UVA formaba parte de la búsqueda por parte de la dictadura de una cierta normalización ante la opinión pública internacional, en cuyos organismos multilaterales el Régimen no era reconocido. Estábamos aislados, y era muy difícil presentar una situación normalizada y con un mínimo bienestar cuando en los alrededores de la ciudad había miles y miles de chabolas. Eso era insostenible. Se quería acabar con el chabolismo, pero se hizo creando, en el fondo, otro chabolismo. A veces vertical, como en el caso de San Blas. La apariencia era de modernización, pero cuando tú te metías en el barrio de la UVA, veías las carencias.

¿Cómo era la vida cotidiana en la UVA?

De niños, hasta los 13 o 14 años, íbamos con nuestros amigos a coger pájaros y a jugar hasta casi la Moraleja. Existían, alrededor del barrio, arroyos, mucho campo, arboledas, alamedas, huertas y trigales... Llegábamos caminando hasta la vía del ferrocarril y aún más allá. Eran espacios detenidos en el mundo rural. También se encontraban los restos del pueblo de Hortaleza. En Huerta de la Salud no se podía entrar, estaba cerrado.

Por otro lado, allá por los sesenta, tenía mucho peso en nuestras vidas el nacional catolicismo. En Semana Santa nos ponían en el campo de fútbol del Sporting de Hortaleza, en Santa María, una pantalla inmensa donde se proyectaban películas de la pasión de Jesucristo. Lo promovía el centro sindical. Eran unas semanas santas moradas, plomizas, con suspensión de la programación ordinaria de televisión.

Por otra parte, la organización del poblado montaba unas fiestas donde se elegía a la reina de las fiestas. Yo escribí un año un par de sonetos para la ganadora. Lo hice porque mi padre le dijo a uno de los organizadores que su hijo escribía poesías. Fue en 1966 o en 1967 y los poemas se leyeron en público. En las noches de verano, era cuando más se notaba que habíamos trasladado nuestras vidas en las casitas bajas a la UVA. Eran muy características las charlas entre vecinos en los corredores, con las sillas sacadas de casa.

Fue un acontecimiento que naciera el cine Hortaleza en 1965. Tenía yo doce o trece años. Hasta entonces, mi padre me había llevado a los cines López de Hoyos y Covadonga, o al Ciudad Lineal. Pero el cine Hortaleza, por su cercanía, fue el primer cine al que empecé a ir solo, con vecinos o con amigos. En este cine fue donde se celebraría, años después, el primer mitin del PCE en Hortaleza, con intervenciones como las de Ramón Tamames, Nacho Quintana y Luis Iparraguirre. Fue la puesta de largo del PCE en el distrito.

¿Qué te parece el campanario de la iglesia de San Martín de Porres, has subido alguna vez? Parece algo, como se dice ahora, distópico.

Es un anacronismo, algo extrañísimo. No sé por qué lo construyeron, ni si hubo otros en el resto de UVA. Yo lo imaginaba como si fuera la torreta de vigilancia de un campo de concentración. No he subido nunca.

En 1969, en el X Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos, celebrado en Buenos Aires, la UVA de Hortaleza fue premiada como uno de los 12 poblados más humanos de los 2.300 poblados presentados de todo el mundo. ¿Por qué obtuvo este premio?

Tras haber adaptado las viviendas, en la gente de la UVA creció un orgullo por haber salido de las chabolas y haber pasado a vivir en hogares que tenían, por ejemplo, agua corriente. Desde la propia administración del barrio se empezaron a organizar concursos de flores, de decoración de las galerías, produciéndose un esfuerzo grande de los vecinos por embellecer el barrio. Se adornaban las galerías con macetas, rosales y con numerosas enredaderas. La UVA se llenó de flores. Supongo que este periodo fue el que motivó el premio.

Fuiste socio fundador de la asociación de vecinos La Unión de Hortaleza, creada en 1974 y legalizada dos años después, ¿cómo se gestó esta asociación?

Recuerdo que estaban Nacho Quintana, Jesús Leonés, Juan Manzanero, Lilí San Andrés y otros. Casi todos eran compañeros del PCE y sus nombres son inseparables del movimiento ciudadano de Hortaleza, y yo diría que de Madrid. La asociación se gestó a partir de las reivindicaciones más elementales, como eran acabar con los baches, iluminar más adecuadamente las calles del barrio o pedir un transporte público mejor.

Nació para reivindicar mejoras en el barrio, y cuando se consolida es cuando se empieza a plantear la necesidad de remodelar la UVA. Ligadas a la asociación, surgen actividades culturales que nadie hacía, como las Fiestas de la Primavera de la UVA; las Fiestas del Bollu, que trajo al barrio Nacho Quintana, que era asturiano; el Día del Árbol, o la Cabalgata de Reyes. Estas iniciativas se convirtieron en plataformas reivindicativas de las libertades.

¿Cómo continuó tu trayectoria política?

Cuando ya éramos legales, organizamos las primeras campañas electorales del PCE en la UVA, como el mitin de Ramón Tamames en la plaza, donde intervine yo también. Mantenía relación con Tamames, con Simón Sánchez Montero, con Eduardo Mangada…Llegamos a tenerlas también con Santiago Carrillo y con sus hijos. Era un momento donde todo estaba en ebullición. Acababan de llegar a España dirigentes comunistas exiliados.

En Pinar del Rey hicimos un mitin con Carrillo y Tamames donde también hablé, con mi padre, recuerdo, entre el público asistente asomando puño en alto. Fue una de sus últimas fotos. A esta gente la traíamos la agrupación de Hortaleza, ya no éramos célula. Estábamos construyendo la democracia.

En 1983 fui designado diputado por el PCE en la Asamblea de Madrid, cargo que ocupé durante cuatro años. Y luego dejé el partido, porque yo era del sector carrillista y nos escindimos. Me alejé de la representación política. En los primeros años noventa, la sensibilidad del PCE próxima a Carrillo decidió entrar en el PSOE como corriente organizada y trabajé durante unos años, como técnico, de director de gabinete de Jaime Lissavetzky cuando éste era consejero de Educación, Cultura y Deportes en la Comunidad de Madrid. Fueron años de enorme ajetreo, pero dedicaba las noches, los fines de semana y las vacaciones a escribir.

Volvamos al Manolo escritor. Se ha reeditado tu novela El lento adiós de los tranvías a principios de 2020, donde tiene protagonismo la Ciudad Lineal. ¿Cuáles son tus recuerdos de esta zona?

La Ciudad Lineal era donde íbamos a cenar en verano mi familia cuando vivíamos en el barrio de La Alegría. Me sedujo desde niño. Con mis amigos visitaba sus casas abandonadas. El tranvía la recorría desde la Plaza de Castilla hasta San Blas. Era medio campo medio ciudad, y chalets…

Unos chalets adonde se trasladaba a veranear bastante gente del centro de Madrid. Era una zona que procedía del sueño utópico de Arturo Soria. Durante algunos años indagué sobre sus orígenes. Se trataba de crear una ciudad que se autoabasteciera y autoalimentara. Había huertos, un teatro, mucha vegetación y grandes pinos. Los días de Eisenhower, que en cierta medida prolonga El lento adiós de los tranvías, se inicia con la visita de Ernesto Velarde, su joven protagonista, a uno de sus chalets abandonados.

¿En qué otras obras tuyas aparecen contenidos sobre Hortaleza?

Hortaleza aparece mucho en Escritor a la espera (Diarios de los 80), porque yo entonces residía en sus calles. Los protagonistas de El lento adiós de los tranvías viven en un piso del Parque de Santa María. También en Los filos de la noche, donde cuento, además, la experiencia de un personaje que se debate entre la vocación literaria y la atención a una asociación cultural en un barrio que, en el fondo, es una mezcla de la UVA de Hortaleza y el Parque de Santa María, aunque todo sea ficticio.

Yo creo que en todas mis novelas aparece de un modo u otro Hortaleza. Es lo que ocurre con algunos autores como Juan Marsé, que en sus novelas están siempre presentes los barrios barceloneses del Guinardó y de El Carmel. Es difícil que te puedas despegar del mundo en el que te has criado; del barrio en el que has crecido y en el que has conformado tu conciencia cultural y sentimental. Luego hay poemas, como el que tú has indicado, “La mudanza”, o el dedicado a la muerte de mi padre, o uno del libro De viejas estaciones invernales sobre la muerte de la actriz Bette Davis, donde Hortaleza también es telón de fondo, aunque no se nombre de manera explícita.

Se observa un interés creciente en los vecindarios de los barrios madrileños por preservar sus patrimonios, ¿qué piensas de esta inquietud?, ¿ves futuro a estas iniciativas?

Es fundamental salvaguardar la memoria de los barrios, incluso la de aquellos que no fueron lo mejor del mundo para la vida de sus vecinos. El gran problema que tenemos muchos es que hemos vivido en barrios desaparecidos. Yo tengo el gran drama personal, íntimo, de que los dos barrios en los que he vivido mi infancia y mi juventud ya no existen: el de La Alegría, que dejó de existir en su día, y el de la UVA de Hortaleza, que está irreconocible y que desaparecerá en breve.

Ahora, con las redes sociales, no hay barrio que no posea un grupo de Facebook, Twitter o Instagram que se dedique a recuperar antiguas fotos, antiguas costumbres y recuerdos de la gente, de distintas generaciones. Esta es una forma de recuperar la memoria histórica. También son importantes labores como la de vuestro periódico. Hasta ahora, los que recuperábamos la memoria más íntima y cotidiana de las ciudades y de los barrios éramos los escritores mediante la literatura. Una novela te permite eternizar para siempre la vida de un barrio. Pero con las redes y con los periódicos locales o de distrito, esa función se ha ampliado y, en cierto modo, democratizado. Fotos que dormirían para siempre en un cajón cobran vida de nuevo….

Tenemos en marcha el Certamen Historia de Hortaleza Juan Carlos Aragoneses, con el que pretendemos ayudar a preservar el patrimonio inmaterial del distrito, porque sobre la preservación del material ya hay mayor conciencia, ¿lo ves oportuno?

Lo veo totalmente necesario. Es muy buena iniciativa. Y es una forma de mantener activa y viva la memoria de Juan Carlos. Personas como él son decisivas para mantener vivo el legado histórico de los barrios.

La UVA de Hortaleza está poco a poco llegando a su fin. ¿Eres partidario de dejar alguna pequeña parte de ella para ser mostrada en adelante como testimonio de una época?

Sí. Sería muy bueno, y ahí dejo el desafío a vuestro periódico, incluso a ti mismo como periodista, mantener unos cuantos bloques y reconvertirlos en un centro de interpretación con un recorrido histórico por lo que fue la UVA de Hortaleza y con una exposición permanente de fotografías de distintos momentos de su más de medio siglo de existencia. Y de los vecinos que la transformaron. Seguro que en muchos álbumes de fotografías, en muchos cajones de quienes viven o vivieron en la UVA están presentes sus calles y sus gentes.


viernes, 23 de diciembre de 2022

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

 


En 2012 publiqué  Fugitiva ciudad, En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al cantautor y poeta Joan Manuel Serrat. Desde los 13 o 14 años, desde aquel "Manuel" casi iniciático de mediados de los sesenta, sus letras y sus músicas formarían parte de mi vida. Especialmente, de mi aprendizaje del amor. En su despedida, rescato cinco poemas de esa "plaquette" para todos aquellos y todas aquellas que amaron con Serrat. Los poemas iban precedidos, en el libro, de la siguiente respuesta del cantante a Juan Cruz, en una entrevista publicada en El País Semanal:  "Éramos jóvenes. No teníamos otras responsabilidades que nosotros mismos. (…). En aquellos momentos no caminábamos, volábamos."  

 Días en ti con música de fondo

A Esperanza, parte de cuya historia  vive  en estos poemas


1
La más cálida voz, la voz de amante
clandestino, la voz
de niebla y de tabaco
negro, la voz de las crisálidas del barrio.
 
La voz amilanada
de las muchachas pálidas que habrían
de volver a su casa, sin remedio,
antes de que las diez
dieran en los relojes,
los ojos todavía
viviendo en el placer y en el engaño
del domingo de octubre.
 
En la herida primera y en la lágrima oculta.
 
2
Cómodas y aparadores,
huecos
de las enaguas y de las compresas,
del sueño de la hermana y de la madre.
                                                               Los empachos
de la pubertad y los pitillos
robados cada tarde
y el humo prodigioso
y la paz de los futbolines
 
El bolso y la estación, tu abrigo
recordado como un chiscón de fiebre,
refugio de los dedos y la sed
de piel de aquellas tardes, la añoranza
de las cosas pequeñas
proclives a la lágrima
viviendo en los armarios de la noche
como nervios ocultos
que alguien iluminó con una música
de extraña claridad y viento calmo.
 

3
La voz bebida, la voz acariciada, la voz
llorada.
              El ronco terciopelo
de aquellas noches
que nunca terminaban, o el pronombre nosotros
y la niebla y el frío y los bolsillos
vacíos de monedas y repletos de vida,
de crepúsculos de pana o de vaqueros,
de coñac bien caliente y de extrarradios.
de vida irrepetible y de extrañas banderas
compartidas.
                        Nunca la voz
fue tan propicia, se acopló de este modo 
al aire de la calle, al temblor de tu mano,
a la noticia apresurada
de un forzado retorno, cuando ya eran las diez,
a las habitaciones de la infancia.                      
 
4
Veo los veinte años detenidos
en un parque aterido de un día de febrero
y de felicidad. Veo en la voz
mi desencanto y mi fiebre, mi candidez inútil
hacia una piel que escapa cuando la noche anida
en las últimas calles
de una ciudad soñada; veo, muchacho envejecido,
tu Barcelona mía, mi Barcelona tuya
como un lecho aún caliente al que llegamos tarde
una tarde cualquiera de un tiempo todavía
en blanco y negro.
 
Llegué muy tarde, sí, a Barcelona:
cuando la edad trazaba
sus sombras iniciales, y la lluvia
deshacía noviembre. Y fue la ronda
de una tarde con luz y con las aguas
dejando en el otoño de la Barceloneta
la longitud deshecha y los pronombres
olvidados.
                     Viví las librerías. Y las tiendas de discos.
Y los patios sombríos de la Universidad.
Y la extraña flojera que nos llenó de dudas,
y la emoción difusa de sueños heredados,
nacidos en trastiendas llamadas El Carmelo
o Guinardó.
 
5
Hemos amado mucho
con la voz de tabaco, húmeda de todos los otoños,
que un día descubrimos.
 
Con la voz de mar y de gaviotas,
con la voz de los puertos y de la mansedumbre. Con la voz
de la tierra y de los barrios bajos y de los hondos veranos
del tiempo que doraba la edad insuficiente.
 
Aún recuerdo la cama clandestina
todavía caliente en el amanecer inhóspito
del día de diciembre en que encontramos
una cinta grabada con viejas melodías de Brassens
heridas, de pronto, por la voz:
no hago otra cosa que pensar en ti, sonó en el aire
y supe entonces que pensar en ella
era escribirle algunas noches
sabiéndola lejana e imposible.  
 
Era la fantasía
de lo maldito, del subvertido sexo,
de la perversidad, y también era
la soledad sin horas de agostos muy extensos
y olorosos a grama y a rastrojo,
a prescritas infancias y a botones,
a vagones de lata y a llanura,
a tormenta tardía, a despedidas
cuando era septiembre
abdicación de todos los veranos
conocidos.
 

jueves, 5 de noviembre de 2020

De Seguir Creando al bosque de Valsaín: Javier Reverte

 En junio de 2015, recién elegido presidente de la ACE, recibí la visita de Javier Reverte. Como escritor y asociado pedía asesoramiento jurídico porque lo habían sancionado con la devolución de cuatro años de pensión por haber percibido ingresos por derechos de autor. Había leído algunos de sus libros viajeros y lo admiraba desde la distancia, pero no había entre nosotros una relación de amistad. Esta comenzaría aquella mañana de junio A los pocos días, comprobamos que su batalla personal contra una sanción injusta era idéntica a la de otros autores, no solo literarios (también traductores), a quienes se les había suspendido la percepción de una pensión legitimada durante 40 años de cotización. No tardamos en crear, en otoño del mismo año, la Plataforma Seguir Creando exigiendo la supresión de las sanciones y la homologación de nuestra normativa con la de los más avanzados países europeos. Javier estuvo en la batalla desde el primer día. Una batalla que habría de tener un desenlace (por ahora no definitivo ni completo) con la aprobación de la compatibilidad pensión derechos de autor y que abriría camino para dar solución definitiva a la situación económico laboral de autores y, en general, de trabajadores de la cultura, con el Estatuto del Artista, todavía en desarrollo.

Durante los años posteriores y entre batalla y batalla, visitas a grupos políticos, a ministros y directores y ruedas de prensa y mesas redondas, Javier mostró una actitud combativa y firme. Combinó su labor en Seguir Creando con colaboraciones y presencias en diarios, radios y televisiones y, como no podía ser de otro modo, ejerciendo la principal labor de todo autor: escribiendo literatura. Su ya abundante bibliografía se engrosó con nuevos libros de viajes (Un verano chino, New York, New York, Confines…) y con una novela, Banderas en la niebla, mientras, con la pensión suspendida, pagaba su “deuda” con el Estado convirtiéndose, de manera forzada y a los setenta años, en trabajador autónomo. Ganó el juicio a la Seguridad Social, pero esta recurrió para revocar el fallo. Javier volvió a la carga ante el Supremo y lo último que supo fue la admisión a trámite de su último recurso. Será fallado con carácter póstumo.

Hablamos mucho desde aquel día de junio de 2015. De lo personal y de lo colectivo. Entre nosotros se cimentó una amistad sólida, que se afianzó aún más al constatar un pasado común de gustos literarios (su pasión casi oculta por la poesía entre ellas), militancias contra el franquismo y, a la luz de El hombre de las dos patrias, su libro viajero por los paisajes y escritos de Albert Camus, mitos similares. De otro lado, el autor que nos permitió conocer el África de Conrad en la Trilogía que inició con Vagabundo en África, tenía también una pasión complementaria en un territorio íntimo, en las antípodas de los remotos, a veces exóticos horizontes de sus viajes: la sierra del Guadarrama, los bosques de Valsaín, su lugar de retiro y escritura, tierra de sus veranos. 

A finales del pasado agosto conversamos en una terraza de Madrid. En aquel diálogo la literatura se enredó con su lucha por los derechos autorales y con su pasión por el viaje. Con gesto sereno y grave y tono irónico me reveló un diagnóstico médico sombrío y me habló de su intención, pese a todo, de salir dos días más tarde hacia Turquía. Después, charlamos sobre la admisión a trámite, por el Supremo, de su recurso, y del Estatuto del Artísta. Había en su mirada una honda tristeza que compensaba con la ironía y la broma. Aquella mirada se iluminó cuando le entregué las galeradas del libro de poemas que llevaba casi un año “en el taller” de Bartleby, Hablo de amor entre fantasmas. Con esa rendija de alegría concluyó el encuentro. Después, alguna conversación vía móvil desde Turquía, intercambios de e-mail sobre algunas erratas y un último diálogo, desde el hospital de La Princesa, tras su regreso del viaje y a punto de volver a casa. No ha llegado a ver el libro editado, un libro que engrosa una obra poética breve que se inició en 1982. Creo que a Javier le gustaría que le recordáramos, también, como poeta. No en vano escribió en el prólogo a Trazas de polizón (2005), sus poemas reunidos, que “la poesía es la verdadera palabra del hombre, la que mejor puede retratar su alma perpleja y la complejidad de su corazón”. Viajó, amó, escribió y luchó hasta el último momento. Hasta recalar en el extraño puerto sin mar que siempre le aguardaba entre los bosques de Valsaín. Allí reposa para siempre.

Publicado en el diario El País. Edición digital de 2 de noviembre de 2020

jueves, 27 de junio de 2019

Recordando a Pavese, leyendo a Margarit y pensando en mis diarios.


Leí a Pavese a finales de los años 70. Leía a Pavese en el autobús o en el metro y me reunía, algunas noches y sin saberlo, con la traductora de los libros que me acompañaban. Aunque creo haberlo contado en algún otro lugar, vuelvo a ello pensando en otros lectores: hablo de Esther Benítez, a quien solo conocía por su nombre y apellido, con quien compartía debates en una célula del PCE del barrio de Manoteras y de la que no sabía su condición de traductora de referencia de la lengua itliana. Leía Oficio de vivir / Oficio de poeta (en la edición de bolsillo de Bruguera y traducido por Esther) en los amaneceres de camino a la oficina bancaria en que trabajaba y me reunía una noche por semana con ella y con otros militantes del barrio de Manoteras pensando que simplemente era una activista más (la recuerdo con sus gafas de cadenita, unas veces puestas, otras colgando sobre el pecho) e ignorando por completo su condición de traductora de los libros que leía aquellas mañanas. Entonces, quienes accedíamos al mundo de la literatura y leíamos con voracidad cuanto llegaba a nuestras manos no reparábamos en quien traducía cada obra. Salvo que se tratara de Cortázar, o de algún otro monstruo viviente o no de la literatura, nunca leíamos el nombre del traductor. Y, como consecuencia de ello, nunca lo grabábamos en nuestra mente. Con ese mismo grado de ignorancia identitaria leí algunas de las novelas que publicó Isaac Montero en aquellos años y solo muchos años después supe que era esposo de Esther Benítez. También supe de su viva polémica en torno a la función de la narrativa con Juan Benet. En fin, ignorante que era uno en aquellos años de la transición primera.

Viene esto a propósito de mi reciente publicación de Escritor a la espera, mis diarios de los ochenta, y del proceso de revisión y corrección de los que escribí entre 2000 y 2008, aún sin título. He pensado en el origen de esa propensión. Y si bien en los ochenta su origen devino de mi necesidad de "hacer pluma", los diarios posteriores tuvieron mucho que ver con mi lectura de los ¨"oficios" pavesianos, con una rara necesidad de detener el tiempo, de dejar constancia de experiencias personales no sé si valiosas socialmente pero sí sentimentalmente muy significativas. Soy consciente de que el blog, este blog, en el año en que nació, 2007, comenzó a suplantar, poco a poco a los diarios, a ocupar su espacio. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre los diarios que uno escribe en la intimidad, con una cierta vocación reflexiva o meditativa, escritos siempre con la idea de su no publicación inmediata y, por tanto, con la posibilidad de ser sometidos a la corrección, al "afinamiento", a las sutilezas más elaboradas, y el blog que se escribe para su publicación casi inmediata, al día siguiente o dos días después de que la correspondiente entrada hay sido escrita.

Lllama la atencion la perseverancia de algunos autores (pienso en Andrés Trapiello, cuyos diarios son casi la novela de su vida) manteniendo diarios abiertos, con la edición de sucesivos tomos, durante décadas). A mí me ocurre lo contrario: es en períodos muy especiales, en los que mi espíritu se mantiene con una cierta calma, poco desbordado por los acontecimientos, y en los que cuento con algunas horas libres a lo largo de la semana (mis diarios no son "diarios", sino de publicación irregular, con intervalos de días, en algunos casos semanas o meses). El diario es un lugar de encuentro entre la literatura y la cotidianidad, entre el pensamiento y la creación, entre el yo y los otros. Una suerte de campo de pruebas en el que quedan rastros de toda índole sobre las pulsiones, querencias y fobias del escritor. Y donde se acumulan indicios y materia

En otro plano sitúo las memorias, las autobiografías literarias, las evocaciones sobre la propia vida. Escribo esto a propósito de mi lectura del libro en el que Joan Margarit evoca su infancia y adolescencia, Para tener casa hay que ganar la guerra. La memoria de un niño que crece en una familia de derrotados en la guerra civil. Sometido a un itinerario, marcado por la profesión de la madre, maestra, de pequeñas ciudades de residencia en las que la penuria cultural y la menesterosidad de la mayoría era norma. Es curioso cómo Margarit describe las mudanzas de una ciudad a otra (Sanaüja, Figueras, Rubí, Barcelona), el poso de tristeza y de grisura que actúa como telón de fondo de un mundo que acabaría suministrando buena parte de las claves de lo que corriendo el tiempo sería su poesía. Curiosamente, en el libro es visible un contraste rotundo entre la luz oscurecida que ambienta sus primeros años, especialmente marcadas por las necesidades económicas familiares, por la austeridad obligada (en el borde de la pobreza) y por las dificultades del padre para realizarse profesionalmente como arquitecto y, a la vez, disponer de unos ingresos saneados, y la claridad atlántica, casi alegre, con que evoca la adolescencia y la primera juventud en Santa Cruz de Tenerife, ciudad en la que viviría, según cuenta, los mejores momentos de la etapa descrita en el libro.

Es inevitable establecer el contraste ente la memoria leída en otros y la propia memoria. La lectura de Para tener casa..., sobre todo aquellos pasajes en los que con todo detalle Margarit habla de las mudanzas y traslados familiares, del efecto que tuvieron en su conciencia, en su educación sentimental, en el cultivo de la soledad y en su propia vocación poética.me ha llevado a recordar espacios de mi vida que parecían cegados, ensombrecidos, casi olvidados por completo. Hasta mi emancipación, en el remotísimo 1976, viví dos traslados familiares: del barrio de la Alegría, mi "paraíso" de casitas bajas con patio y sin servicio alguno, a la UVA de Hortaleza, una mudanza obligadas por la demolición del barrio y por mandato gubernamental, en 1963. Uno o dos años después, mi padre compró a plazos un piso en la Vallecas semiagrícola de Palomeras Altas y, para arreglar la casa de la UVA, hubimos de desplazarnos al piso nuevo, donde creo recordar que vivimos unos meses y del que solo guardo muy borrosos recuerdos: el descubrimiento de la prensa deportiva en un kiosko que hoy situaría en el Alto del Arenal, el cine de verano en medio de las manzanas de chabolas de lo que debía ser Palomeras Bajas, y alguna caminata, junto a mi madre, hasta lo que por entonces era la "civilización": la Avenida de la Albufera. Nada queda de los detalles de las mudanzas, de los muebles que trasladamos, de las opiniones de unos padres a los que recuerdo agobiados por el día a día y poco propicios a la confidencia.

jueves, 2 de mayo de 2019

Volver al blog, volver a casa

Revisando mis diarios de la primera década del siglo (llevan por título provisional Umbral de un siglo y abarcan un período que va de 2001 a 2008) me doy cuenta de que el impulso que me movía a escribirlos fue agotándose en paralelo a la apertura y consolidación de mi primer blog. De este blog. Fue inaugurado hace doce años, coincidiendo con la Feria del Libro de Madrid de 2007 y su vida ha sido rica y diversa hasta los aledaños de 2016. Fue perdiendo fuelle al mismo tiempo que mi recurso a las redes sociales, especialmente a Facebook, se intensificaba. Ahí he ganado amigos y algunos enemigos, he comprobado la fugacidad de cuanto se escribe, la inmediatez de las polémicas, la tensión de algunas conversaciones (por llamarlas de algún modo) y la difícil presencia de lo reflexivo y hondo. Ha sido un viaje extraño: de los viejos diarios manuscritos al blog, del blog a las redes y de las redes... ¿a dónde?



La pregunta solo tiene, a mi parecer, una respuesta: al blog, sin duda. En mi caso, este blog compartía con los diarios la extensión de cada texto (de cada "entrada"), la posibilidad de profundizar en aquellos asuntos a los que en cada una de ellas me refería, la escritura reposada y el gusto por el lenguaje literario. Tenía (tiene) algo de columna periodística cruzada por la aspiración a prosa poética con el hilo conductor propio del diario. Es decir, sólo (o esencialmente) lo aleja del diario la inmediatez de su publicación. Mis diarios de Escritor a la espera han dormido el sueño de los justos durante algo menos de treinta años. Se han publicado hace solo unos meses. Los que escribí entre 2001 y 2008 siguen al día de hoy en reposo (aunque en proceso de corrección). El blog, sin embargo, va de la cocina literaria a la mesa: es lo casi inmediato aunque en el proceso de escritura sea, para mí al menos, el territorio del reposo y la meditación. Hoy lo escribes y mañana está a disposición de los lectores.

El blog, en efecto, ha entrado en crisis, pero todo escritor consciente del oficio y del alcance de la literatura, debería acudir a salvarlo. Y yo lo hago de la mejor forma posible: volviendo a él después de doce meses sin adentrarme en sus escenarios en busca de los lectores que quizá lo fueron abandonando por la irregularidad penúltima en el ritmo de publicación.

Volver al blog tiene, para mí, algo de tabla de salvación. Del blog (de otro blog) surgió mi libro Letras viajeras y no es descabellado pensar que de este Al margen se derive el tercer volumen de mis diarios. Aquí, en este espacio que no hace tanto frecuentaban muchos lectores, he hecho memoria, he recobrado infancia y adolescencia y señalado la huella que en mí han dejado seres muy queridos, he volcado mis fantasmas personales (políticos, literarios, existenciales), he viajado, he redescubierto poetas y libros a los que la actualidad (rabiosa y cruel) y las ambiciones del mercado fueron desterrando, han venido a verme, con sus poemas, amigos próximos y amigos remotos, he indagado en la trastienda de dolorosas muertes, he reflexionado sobre mi propia obra y sobre la ajena, he polemizado con fervor y sin paños calientes... En fin, he vivido en la escritura.

Vuelvo al blog, amigos, y es como volver a un hogar que inexplicablemente fuimos abandonando. Vuelvo porque lo necesito. Disciplina y observación. Como en los viejos diarios. Y vuelvo hoy, 2 de mayo, escribiendo al abrigo de antiguos recuerdos, a la sombra del porche de la casa familiar del Valle del Lozoya. Aquí os aguardo.

viernes, 9 de marzo de 2018

La nueva vida de MAR DE OCTUBRE, una novela que vuelve desde el remoto 1989. Mi primera novela

Hace algo más de una semana publiqué en el diario digital Nueva Tribuna (y después en este mismo blog) un artículo sobre el negro destino de los libros descatalogados o publicados, sin reedición, hace décadas fuera cual fuera su nivel de calidad. En el artículo planteé las enormes posibilidades que ofrece la era digital y las nuevas conquistas tecnológicas. Me he aplicado el cuento con mi primera novela, MAR DE OCTUBRE, publicada en 1989, y hago la prueba. De eso escribo a continuación.

En 1984 empecé un cuento. Creo que fue en otoño, en uno de aquellos otoños en que, a la vuelta de vacaciones, yo regresaba a la actividad cotidiana con unas ganas irreprimibles de escribir, de recuperar las tardes de octubre, y los fines de semana invernales, y las noches que me era posible para convivir con la pasión que había mantenido relegada durante muchos años: la literatura. El cuento que comencé a escribir trataba del regreso de un joven escritor a los lugares en que, de niño y adolescente, pasaba las vacaciones veraniegas. Mar Menor, Cabo de Palos, los parajes mineros de La Unión y de El Estrecho al este de la ciudad de Cartagena: tales eran los escenarios a los que volvía. El cuento se iniciaba en una tarde de octubre, de lluvias esporádicas y ambiente gris, con el protagonista Martín Revuelta conduciendo desde Madrid tras dejar atrás la ciudad de Murcia, a la pequeña localidad de Los Urrutias. No tenía nada claros los caminos por los que iba a derivar la trama, sólo tenía claro que Martín debía llegar al mar, alojarse en el pueblo de los veranos infantiles e iniciar una investigación sobre una experiencia vivida de adolescente: la aparición, junto a la empalizada de uno de los embarcaderos, del cadáver de una joven.

La novela, en la edición de Fundamentos (1989) en segundo plano y, en primero,
en la nueva edición en tapa blanda (Amazon / El Umbral)
El cuento se fue alargando hasta cobrar la forma primero de una nouvelle y más tarde, a lo largo de dos años, hasta convertirse en una novela. Eran los años del "boom" de la nueva narrativa española. Recuerdo que mientras yo escribía la narración se publicaron Luna de lobos, la primera novela de Julio Llamazares, Beatus Ille, de Muñoz Molina,  y en los dos o tres años posteriores a su finalización, aparecieron La media distancia, de Alejandro Gándara, Ballenas de Pedro Molina Temboury, El silencio de las sirenas, de Adelaida García Morales, o Soldaditos de Pavía, Manuel Longares... Editoriales como Alfaguara, Seix Barral, Tusquets, Lumen o Anagrama orientaban su mirada hacia los nuevos narradores y la quiebra del experimentalismo de los setenta, que se había iniciado con La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, se manifestaba definitivo o, dicho con otras palabras,  en fase de no retorno.

Playa de Los Nietos. Mar Menor. En los años 70
Con la escritura de Mar de octubre viví una maravillosa experiencia: imaginé una realidad otoñal aplicada a un mundo con el que siempre había convivido en verano: inicialmente, de niño y adolescente, en el bullicioso universo de las vacaciones familiares y, más tarde, cuando me emancipé del hogar familiar, en casi todos los septiembres de la primera mitad de los años ochenta. Reconstruí, con la imaginación y velados por el otoño, los pueblos del Mar Menor, el marinero pueblo de Cabo de Palos y el universo entre especulativo y surrealista de una Manga naciente, cobrando un brillo entre hortera y cosmopolita con su flamante casino Doblemar (con hotel incorporado) y alrededor de un proyecto urbanístico-vacacional de rara modernidad, una modernidad casi hermanada con la vocación de nuevos ricos de los integrantes de las emergentes clases medias que comenzaron a aflorar como consecuencia del desarrollismo tardío del franquismo, antes de la crisis del petróleo de los años 70.

En mi memoria guardaba un Mar Menor rodeado de pequeñas localidades hechas a la pesca y a la atención a un turismo muy casero, de asiduos visitantes de la cercana Murcia, de Cartagena o de Madrid, pueblos con cine de verano (en algunos casos con dos cines), nacientes discotecas, algunas al aire libre, y con precarios comercios. Eso sí, sin centros comerciales ni hipermercados, quizá con algún supermercado doméstico como ligero apunte de lo que les depararía el porvenir. Vamos, pueblos "de andar por casa". A ese Mar Menor vuelve Martín, el protagonista y, en parte, narrador de mi novela. Y vivirá una curiosa experiencia en la otoñal soledad de una realidad que parecía pensada para prolongarse en un estío eterno. Martín volverá con mis recuerdos (como no podía ser de otro modo) y con una carga muy especial en la conciencia: la memoria de juventud del padre del autor (mi padre), nacido en Alumbres, y del abuelo minero, hijo del cobre y de la pirita, oriundo de La Unión. Poco a poco, en la novela se asomarían otras realidades: la Cartagena urbana, entre ciudad marina con puerto y ciudad manchega, los pequeños pueblos vecinos de las explotaciones mineras, las playas, entonces desiertas todavía, avanzando hacia los soberbios parajes de Calblanque (la acción se desarrolla a mediados de los ochenta), un Cabo de Palos todavía huérfano de su actual condición de pueblo de moda, y un ambiente que no viví de apacibles y acogedores pubs frecuentados por artistas retirados en la tranquilidad de un lugar con mar y clima benigno, no lejos de lo que hoy se conoce como Puerto Maestre. 

La Manga naciente: final década de los 60
Di por terminada la novela en 1986, tal y como cuento en el prólogo de la nueva edición. Durante algo más de dos años, el manuscrito peregrinó por algunas editoriales: estuvo a punto de publicarla Plaza Janés, cuando en Madrid llevaba su dirección literaria Osmán Vega, en una colección de nueva narrativa (cumpliendo con la denominación de moda de la época) que murió pocos años después y que se estrenó con Marcos Ordóñez y con Daniel Múgica; la envié a Seix Barral tras pedir consejo a Antonio Muñoz Molina, entonces principiante con cierto nombre acuñado en una columna en un diario de Granada y con puesto de funcionario en su Diputación, la leyó, o no, Pere Gimferrer, que me envió una carta, aséptica, valorándola positivamente y rechazándola editorialmente; Jorge Martínez Reverte hizo una infructuosa gestión en Alfaguara y al final, tras enviarla, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, un día de enero de 1989 a Fundamentos, que acababa de inaugurar nueva colección de narrativa, recibí una llamada de Juan Serraller tras la Semana Santa en la  que me comunicaba que quería contratarla. En muy pocos días, entraba en la oficina de la editorial en la calle Caracas, muy cerca de Rubén Darío, que entonces compartía con la editora y agente Cristina Vizcaíno, conocía a Juan, sentado tras una mesa de despacho y mecido por la nube de algún vaporizador antitabaco que olía a menta y a eucalipto  y salí a la calle con el contrato en la mano. Me pagaba muy poco pero la novela saldría en unos meses. Fue presentada en Madrid, un día de primavera de aquel año, por Jorge Martínez Reverte.

La primitiva Manga, en Ecthacrome
Ahora cobra vida de nuevo. Y lo hace de la mejor forma posible: a través de una plataforma como Amazon, en versión digital (kindle) y en papel con tapa blanda y para el mercado mundial. Es una contradicción, sin duda, clamar contra los monopolios de distribución y venta y, a la vez, reeditar libros ahí. Pero no creo que haya mucha diferencia haciéndolo en Random House, en cualquiera de sus editoriales, o en el Grupo Planeta, o en Anaya. Quizá si haya diferencia si hablamos de pequeñas o medianas editoriales independientes. Pero bueno, lo esencial es que Mar de octubre deja de ser un libro muerto como tantas primeras novelas, como tantos libros descatalogados y perdidos en remotas librerías de viejo o en tenderetes de saldo de quién sabe donde. También aparece en la misma plataforma mi segunda novela, pero de ella escribiré en otro momento.


Comprar en el enlace: Mar de octubre / Manuel Rico / El Umbral | Narrativa /Amazon. 242 pgs.
Versión kindle | En tapa blanda




martes, 6 de marzo de 2018

Vida nueva a los libros descatalogados: el horizonte digital y sus desafíos.



Es mucha la carga de polémica que a estas alturas del siglo llevamos acumulada respecto a las ventajas del libro en papel (sobre todo para quienes nos hemos formado, literaria y sentimentalmente, en su universo) en relación con el libro en formato digital, es decir, en e-book. Tacto, olor, valor artístico y cultural del objeto libro, sencillez y despojamiento, ahorro de baterías y otros artilugios alimentadores del lector electrónico en sus distintos formatos, han sido argumentos colocados sobre la mesa en cada debate. Comparto, como no podía ser de otro modo, todos los que se utilizan para defender el libro tradicional y no voy a contradecirlos. Pero quienes escriben y publican desde hace mucho tiempo con buena acogida crítica y no tienen ninguno de los títulos (Premio Cervantes, premio Nobel y pocos más, o una dilatada carrera de best-sellers) que permiten mantener vivo (es decir, accesible y reeditado) todo el catálogo de obra propia, se encuentran con enormes dificultades para que obras publicadas hace diez, quince o veinte años, descatalogadas por muerte de las colecciones en que aparecieron o por voluntad del director o directora editorial correspondiente sean conocidas, compradas o leídas por los lectores de hoy. Si ya es extremadamente difícil lograr que una novedad se mantenga un par de meses en las mesas de novedades de las librerías, aspirar a que ésta se incorpore al fondo vivo de las mismas —cada vez hay menos “librerías de fondo”—parece un objetivo que linda con lo imposible. Si esa pretensión la extendemos a los libros que se publicaron hace más de una década y planteamos junto a esa presencia “viva” en las librerías de fondo la posibilidad de la reedición, nos encontraremos con la misma, o más contundente imposibilidad. Solo la casualidad, el ojo curioso de un editor (casi siempre modesto e idealista), o la apuesta de un experto o maniático buscador entre los libros  que enterró el tiempo pueden ejercer cierta labor salvadora. La inmensa mayoría de las novedades dejan de ser novedades a los pocos meses y al cabo del año o de los dos años quedan sepultadas por toneladas de papel de incierto destino.

En los últimos meses he podido ver cómo alguna novela emblemática de un autor de referencia que participó en la renovación de la narrativa española en los años 80 ha sido reeditada en exclusiva en formato digital y cómo amigos escritores y no escritores van comprobando que libros publicados hace diez, quince o veinte años sólo se encuentran en librerías de viejo, en páginas webs de libros usados o en algún saldo perdido en cualquier feria del ramo (quiero decir de segunda mano) y las más de las veces en un lamentable estado de conservación. Con lo cual, pierde la literatura, pierde el autor y se deteriora gravemente la memoria de la obra publicada, nuestro acervo cultural. Sin embargo, la era digital y las nuevas tecnologías, a pesar de los negativos efectos que tienen en ciertos ámbitos, han venido a ayudar a la literatura y, aunque parezca paradójico y contradictorio, a la buena literatura.

Muchos autores se encuentran con enormes dificultades para que obras publicadas hace diez, quince o veinte años, descatalogadas por muerte de las colecciones en que aparecieron sean conocidas hoy por los jóvenes lectores.

Hasta hace algunos años, el proceso de enterramiento de los libros era inevitable. Los únicos lugares donde podían encontrarse títulos descatalogados era la librería de viejo, la biblioteca pública (con las limitaciones que tiene el hecho de que no todos los libros son objeto de compra por las administraciones de las que la biblioteca depende) y, cuando la ocasión lo permitía, las ventas de ediciones de saldo por parte de los grandes almacenes. Nada más.

Solo el capricho de algún editor curioso o enamorado de determinado libro promovía ciertas recuperaciones. Eso fue en los años 80 y 90. Aunque las llamadas librerías de fondo (con sus “libreros prescriptores”) seguirían —siguen— manteniendo un pequeño reducto que hacía posible que los libros tuvieran una larga vida en activo, la mezcla explosiva de la crisis económica iniciada en el verano de 2008 y la revolución digital e Internet dieron un serio golpe a la industria editorial y, por derivación, a la literatura de calidad.


A partir de entonces, la edición en papel reducía el número de títulos, las grandes editoriales daban prioridad al best-seller y a los libros “de consumo” y de venta previsible y la naciente edición digital vivía sometida a la acción eficiente y tenaz, ilegal por supuesto, de la piratería. Era mucho más difícil lograr que los libros se mantuvieran como novedad más allá de un trimestre y las posibilidades de reedición de títulos descatalogados era poco menos que imposible por económicamente ruinosa.
Libros de autores como José Antonio Gabriel y GalánMariano Antolín RatoJorge Ferrer VidalMercedes SorianoJosé DonosoCarmen LaforetDolores MedioElena QuirogaAgustín Gómez Arcos o de buena parte de nuestros escritores del exilio por citar solo unos ejemplos que he logrado contrastar, cuentan con no pocos títulos imposibles de adquirir en la actualidad. Al tiempo, autores que publicaron libros con cierta repercusión en un momento determinado y que hace años fueron convertidos en pasta de papel por descatalogación o porque fueron cerradas editorial y/o colección en que aparecieron, se encuentran ante la imposibilidad de ponerlos de nuevo en venta, de atender peticiones de lectores, de estudiosos, de críticos, de curiosos o de coleccionistas.

Ante esa situación, que parecía irreversible, nos encontramos con que la edición digital con descarga inmediata del texto en el dispositivo del lector es ya una realidad. Se trata de un paso importante a favor de la buena literatura aunque no se tenga claro (o se desconfíe) por parte de algunos sectores aferrados a los modos tradicionales de difusión y venta de libros. Con un mínimo coste para las editoriales o para las plataformas creadas al efecto (Amazon lo ha visto muy claro por mucho que nos pese), obras descatalogadas y de calidad contrastada muertas o desaparecidas durante años de las estanterías comerciales puedan “volver a la vida”, recuperar impulso, tener nuevas oportunidades de difusión y lectura entre las nuevas generaciones de lectores y ser accesibles para ellos desde cualquier rincón del planeta. De algún modo, ese innovador canal (que posibilita, también, la intervención directa del autor preparando ediciones revisadas, corregidas o ampliadas, en su caso, de primeros títulos inencontrables) aparece no solo como un nuevo modelo de negocio, sino como un servicio público no sólo a favor del autor y del lector, sino de la literatura: es decir, de la cultura. Puedo afirmar, por experiencia, que he explorado ese camino con Mar de octubre, mi primera novela (se publicó en 1989), y el resultado ha sido satisfactorio. El gran problema es que la ausencia de alternativas impulsadas desde las pequeñas y medianas editoriales, desde el mundo editorial convencional están dejando el campo libre a tales iniciativas.

Con un mínimo coste para las editoriales o para las plataformas creadas al efecto, obras descatalogadas y de calidad pueden “ volver a la vida" y descargarse mediante la compra online desde cualquier rincón del planeta.


Junto a ello, se ha puesto en marcha una suerte de complemento a esa línea de trabajo de enorme capacidad de atracción para autores y lectores (y, hasta cierto punto, para aquellos editores dispuestos a innovar en ese terreno):  la edición en papel, en tapa blanda y “a demanda”. Es decir, un autor puede ver reeditado en formato papel un libro descatalogado por iniciativa de una plataforma online (o de una editorial tradicional que se dote de ese instrumento) que cuidará, bajo su supervisión, hasta el último detalle de la obra para después comercializarla “a demanda”. No habrá almacén que incremente costes puesto que los libros se imprimirán cuando el comprador los solicite. El editor (la plataforma, para entendernos) hará un hueco al libro en su publicidad y en las redes sociales, liquidará los correspondientes derechos de autor y del precio del libro “apartará” el importe de la impresión más un margen de beneficio.


Es obvio que estamos ante una auténtica revolución de la industria editorial y ante una relación nueva del autor con su obra desde el instante mismo de su gestación. Hoy es posible, sin necesidad de que una editorial realice una gran inversión, dar nueva vida a un libro que fue editado muchos años antes y comercializarlo: para uno, dos ,cuatro o mil compradores.
Aunque todavía es pronto para ver las consecuencias y resultados de esa línea de actuación, debemos estar muy atentos. Las grandes editoriales y los grupos más poderosos están al corriente de ese fenómeno pero no parece que quieran dar pasos firmes para implementarlo en sus prácticas empresariales. Los sellos pequeños y medianos con apuestas con una fuerte personalidad se mueven con soltura en un campo que han consolidado, la edición de literatura de calidad en tiradas modestas y con el máximo de cuidado y originalidad, y tampoco parecen muy propicias a dar el paso. Pero… ¿quién vela por recuperar libros perdidos que fueron enterrados por la máquina del tiempo y por la sucesión imparable de novedades que ocupan anaqueles y mesas en las librerías año tras año?
A esa pregunta, las plataformas online han empezado a responder favorablemente. Confiemos en que las pequeñas editoriales antes aludidas, dirigidas por amantes de la literatura de calidad, tomen nota y busquen soluciones razonables y de largo aliento, probablemente de carácter cooperativo y mediante acuerdos con las redes de librerías, que coadyuven a ampliar el campo de los buenos libros a aquellos que un día quizá muy lejano fueron novedad y tuvieron reconocimiento crítico y que el paso del tiempo y las modas circunstanciales dejaron en el olvido.




martes, 15 de agosto de 2017

El hermano: una despedida

Hay muertes que no esperas. Haber tenido un hermano menor, nacido doce años después de que lo hicieras tú, obliga a pensar que nunca será él quien se vaya antes. Sin embargo, la fatalidad y un cáncer especialmente agresivo hizo que nos dejara un caluroso día de septiembre del pasado año. A petición de su compañera Lola y de sus hijos, Juan Carlos y Raúl, escribí unas líneas que acerté a leer, con la garganta acogotada por la emoción, en su incineración en el madrileño cementerio de La Almudena. Fueron unas líneas escritas para la intimidad de la familia y de las gentes más cercanas, pero nunca pensé que el recuerdo de mi hermano, parte esencial de mi infancia y de mi adolescencia, debiera quedarse en ese lugar íntimo y desconocido porque sería una enorme injusticia. Mi hermano Juan Carlos era, como millones de seres que viven junto a nosotros, un hombre joven, trabajador, entregado a los suyos, de los que nunca salieron ni saldrán en los periódicos. Un ser anónimo que dio continuidad a la dedicación de mi padre a la carpintería y que vio de lejos, a distancia y seguramente con una admiración que comunicaba a sus amigos más próximos, la trayectoria de su hermano mayor, en quien confiaba ciegamente, que se había metido en política en tiempos duros, que escribía libros a los que no siempre tuvo acceso y que, en los años de su enfermedad, se había asomado a la radio, o a la televisión del hospital, hablando de derechos de autor, defendiendo a los escritores jubilados para que él pudiera enorgullecerse de quien, en la familia, había accedido a un mundo lejano, demasiado lejano de su cotidianidad entre la carpintería, la casa y el barrio. 

He corregido el texto que leí aquel terrible día de septiembre en el cementerio. Porque quiero que lo que fue un homenaje íntimo, familiar, sea el homenaje de un escritor con cierto reconocimiento hacia un hombre que formó parte de su existencia y que vivió en el anonimato, como la inmensa mayoría a la que se refiriera Blas de Otero, sin que nadie lo mencionara en un periódico, en una revista, en una publicación por mínima difusión que esta tuviera. Va por él, por Juan Carlos Rico, mi hermano pequeño: 


"Yo recuerdo descampados de un barrio de Madrid, la UVA de Hortaleza, al que llegó nuestra familia en el ya lejanísimo año sesenta y tres. Veníamos de otro barrio, llamado de la Alegría, de casas bajas sin agua corriente y crecido en noches de posguerra que el franquismo había decidido demoler. Tú, Juan Carlos, naciste muy poco después de nuestra llegada a la nueva casa en el nuevo extrarradio. Corría noviembre de 1964 y llegaste muy tarde, cuando tu hermana y yo habíamos sobrepasado o estábamos a punto de hacerlo, la infancia. De algún modo, fuiste el  juguete, el más pequeño de todos. A ti me unía aquella circunstancia, que me hacía sentirme, en parte, como un padre prematuro y obligado ante las interminables jornadas de trabajo del nuestro (cuando tú cumplías seis años, yo cruzaba la frontera de la mayoría de edad) y , a la vez, me separaba porque mi mundo se alejaba del tuyo cuando tú comenzabas a despertar a la realidad.

La UVA de Hortaleza en los días de infancia y adolescencia
"Estos días, que jamás hubiéramos querido que fueran tus días finales, hemos conversado. No mucho, es cierto, pero ha sido hermoso e inesperado dialogar con franqueza de lo que nunca habíamos hablado. Una tarde, por ejemplo, me dijiste que uno se ve arrastrado por las obligaciones del trabajo, por el esfuerzo desmedido para sacar a una familia adelante y para buscar cierta estabilidad y se olvida quizá de lo más importante. Te referías a la felicidad de las pequeñas cosas, al tiempo dedicado a los otros, a la familia, a los amigos, a algunas aficiones que se van apartando del camino. Me dijiste que tomaste conciencia de ese error cuando de pronto te enfrentaste a los 17 años de tu hijo mayor y te diste cuenta del tiempo que no le habías dedicado por culpa del trabajo y del encadenamiento de obligaciones. Sé lo que es eso. Tal vez por ello, te recordé un par de versos del poeta Jaime Gil de Biedma, que decían: “Que la vida iba en serio / uno comienza a comprenderlo tarde”. Y lloraste y me hiciste llorar. Recordamos juntos momentos que creíamos olvidados. De infancia y adolescencia, de nuestro barrio, de los amigos, que tú conocías, de tu hermano mayor, y de tus pequeños amigos de entonces, de Fidel por ejemplo, a quien he vuelto a ver en estos días terribles y del que tantos recuerdos guardo, de nuestra madre y de nuestro padre, que se fueron también demasiado pronto, del mar de los viejos veranos, el Mar Menor de mi primera novela, Mar de octubre, del barrio que se coló en las novelas posteriores, que vive en mis poemas, que nunca se irá de cuanto escriba en el futuro, de  nuestras vidas, tan distantes por edad y experiencia.

"También hablamos de nuestro padre, Manuel Rico Delgado, otro de los grandes anónimos que acompañaron nuestros primeros años. Me causó especial emoción, sobre todo, tu relato de la vida que compartiste con él cuando yo ya no vivía en la casa familiar. Del vacío inmenso que dejó en ti su muerte, de los días (yo ya no estaba, andaba en afanes colectivos y construía mi vida) en que te llevaba al cine, o a la UGT de Madera y Corcho (hace unos días vi, entre los viejos papeles que guardo, su carnet) recién comenzada la transición política, de la carpintería y de su entusiasmo por la libertad recuperada después de cuarenta años de miedo y de silencio, o de la fragilidad de Lucía, nuestra madre, que vivió casi veinte años más que él aunque sin sobreponerse nunca del todo al enorme hueco que quedó a su marcha.


"En esas infames tardes de hospital y gasa hemos hablado, también, de tus sueños: querías acabar la casa del pueblo, cultivar un huerto, disfrutar de una paz que te ha faltado, ver crecer y realizarse a tus hijos, trabajar sin agobios, casi como un placer. Y yo he sentido profundamente tu angustia porque mientras me lo contabas en tu mirada podía leerse que lo que decías era una forma de consuelo, de enfrentarte a tus horas más difíciles, de soñar cuando nada te invitaba a soñar. He recordado, también, un día muy lejano, quizá a principios de los ochenta, algunos años después de la muerte de nuestro padre, en que decidimos perdernos en algún pueblo de la vega del Jarama (creo que fue en Torrelaguna, o en Valdetorres) para comer juntos y charlar sobre los derroteros que tomaban nuestras vidas y de tu situación personal. Fue una velada emocionante, también dura porque me hablaste del peso que llevabas encima, de lo que había supuesto recuperarte del golpe cuando apenas acababas de cruzar la adolescencia viviendo en la casa, vacía de hermanos y de padre, con la madre sumida en una depresión profunda y hundido en la confusión y en la necesidad de buscarle un sentido a la vida. Hoy me duele no haber estado más cerca de ti, no haber sido consciente de tu dolor, de tu indefensión de entonces.  


"Muchas veces he oído a personas que han trabajado contigo decir que eras, sobre todo, un hombre bueno. Incluso que eras demasiado bueno. Yo creo que nunca se es demasiado bueno. Y creo que te has ido plenamente convencido de haber obrado bien pese a los errores o descuidos que a todos nos acompañan a lo largo de la vida. 



"Te has ido joven. Demasiado joven, Juan Carlos. Dicen que los escritores dejan, al irse, sus libros, sus textos. Pero por lo que he podido comprobar estos días, hay algo quizá más importante que esos legados materiales. Me refiero a lo que queda en la memoria y en la experiencia de quienes vivieron alrededor de uno. Nos dejas, es verdad, el fruto de muchos de tus trabajos como carpintero (ebanista, le gustaba decir a nuestro padre, del que heredaste tan noble profesión) repartidos por mil y un rincones de nuestro país. Pero, sobre todo, dejas lo que queda de ti en la memoria de tus hijos Juan Carlos y Raúl, quienes por encima del dolor se sienten orgullosos de su padre. Lo que queda en la memoria de Lola. Lo que queda, y perdurará, en la memoria de quienes te conocieron, de nuestra pequeña familia, de nuestros hijos.

"No te decimos adiós porque esta despedida es un hasta siempre. Descansa en paz. Llévate nuestro abrazo. 


"Concluyo esta carta con unos versos muy conocidos (más de una vez los habrás escuchado en la voz de Joan Manuel Serrat) de Miguel Hernández que hablan, sobre todo, de vida a pesar de la muerte contra la que se rebela: “A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata  te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”. Porque, pese a la distancia de los años que nos separaban y a pesar de que durante largas temporadas no nos veíamos, yo sabía que eras, además de hermano, compañero.



Hasta siempre."

Mi vida en la UVA de Hortaleza: una entrevista de Juan Jiménez Mancha

Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza . Creo que el...